miércoles, 25 de septiembre de 2013

COEVALUAR TAREAS ENTRE TRES



Coevaluar tareas entre tres? Alguna vez has evaluado a tus compañeros de equipo? ¿de grupo?

El maestro Humberto Cueva nos invita a hacer clic en la siguiente dirección:

http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/25/coevaluar-tareas-entre-tres/

¡NO OLVIDEN LA TAREA!...

--¡No olviden la tarea! ¡Su tarea bien hecha, sin errores!”
Las tareas para hacer en casa suelen generar  discusiones.
Veamos  algunas  situaciones de la vida cotidiana : Una madre, muy molesta, reclamaba que el maestro de Español le encargó de tarea a su hija de Primero  de secundaria,  que hiciera fichas  de trabajo  de cita textual, de resumen y de paráfrasis: “---¿Por qué confundirla con tantas fichas?.” Otra más, preguntaba  por qué la maestra de Español  encargaba a sus alumnos que consultaran diferentes libros sin enseñarles antes los temas: "--Acaso la maestra no está para enseñar".
Hay  ejemplos “para todos los gustos”, por ejemplo, hay  padres que se quejan de tener que ayudar a sus hijos en sus tareas al volver a casa, después de un largo y pesado día de trabajo. No podemos ignorar las imposiciones de la sociedad industrial: No sólo el padre sale de casa  a trabajar, ahora también sale la madre a jornadas laborales de ocho horas.
Hay que mencionar que existen “estilos” docentes: Algunos maestros poco esclarecidos se molestan porque sus alumnos no cumplen con el "obligación" de hacer  tareas sin errores. Dichos  maestros exigen, comúnmente, tareas "bien hechas"sin errores. Al hacerlo, estos maestros tratan de imponer la perfección como meta, lo cual  suele desalentar al alumno  ante el primer tropezón queriendo abandonarlo todo.
No es un secreto que algunos  maestros  encargan de tarea copiar páginas del libro de texto; otros, en una fantasía pedagógica, ordenan listas de palabras agudas, graves, esdrújulas, para que los alumnos “aprendan ortografía”.
Aquí les va una anécdota personal de  observador bloqueado: Conocí a una maestra en una visita de observación de clase. Mi  visita resultó un fracaso. La maestra bloqueó de entrada  mis ingenuas intenciones : “---Hoy me toca revisar tareas”-, lo cual significaba que no le “tocaba” dar clase nueva. La maestra formó a los alumnos, cada uno libreta en mano, con la tarea,  “haciendo cola” en torno del escritorio. Luego se dedicó a revisar detenida y pausadamente  a alumno  por alumno. La “cola” avanzaba lentamente, hasta que el timbre vibró sonoro para el cambio de clase. La maestra, en el último momento, se dio sus habilidades para encargar  la tarea de la siguiente clase. Por mi parte, le recomendé a la maestra que, en las subsiguientes clases, aplicara   estrategias de coevaluación para revisar tareas a fin de que la revisión no le consumiera todo el tiempo de la clase. La maestra me escuchó atentamente con una sonrisa que no pude descifrar. Volví semanas después a la misma escuela y visité a la misma maestra. Encontré  el mismo escenario ya observado en la clase anterior. Me vi obligado a solicitarle  que suspendiera su revisión de tareas y diera una clase nueva.
También conozco a muchos maestros que tienen muy claro que las tareas deben tener  sentido para los alumnos, y, para ello, sus tareas suelen consistir en actividades incentivadoras del aprendizaje, por ejemplo:
·         Formular  de  preguntas  en función de  búsqueda, lectura o interpretación de temas.
·         Registrar  información  en esquemas diversos (cuadros sinópticos, mapas, tablas, gráficas o diagramas)
·         Presentar versiones preliminares de productos parciales de lenguaje.
El asunto de las tareas se ve de distinta manera en otros países. En Francia, por ejemplo,  se está dando un debate de posiciones encontradas. En el país galo, darle a los alumnos de primaria tareas escritas en casa está prohibido por la ley desde el año 1956. A pesar de ello y aunque los profesores intentan dar menos tareas desde hace unos diez años, la gran mayoría de los niños franceses tienen que estudiar luego de un largo día de escuela, que se extiende desde las 8:30 hasta las 16:30 horas.
La asociación francesa de padres de alumnos más importante (Federación de los Consejos de Padres de Alumnos (FCPE)) convocó a una “quincena sin tareas”, apelando a profesores, directores y padres, a boicotear las tareas en casa.”Denunciamos las tareas en casa, ya que nunca nadie ha demostrado su eficacia. Además, acentúan la desigualdad entre los niños que pueden o no recibir ayuda en casa”, indica parte de la presentación de la iniciativa. *
La palabra “tarea, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española  (DRAE), tiene varias acepciones:
“1. f. Obra o trabajo.
2. f. Trabajo que debe hacerse en tiempo limitado.
3. f. Afán, penalidad o cuidado causado por un trabajo continuo”.
Las tareas puden realizarse en el aula, dentro de la jornada, o bien fuera del aula y de  la jornada escolar.
Parece sencillo, pero  no es fácil ponerse de acuerdo sobre si las tareas deben ser un trabajo para resolver  en el aula o fuera de ella. Desde la perspectiva de los proyectos didácticos de Español, las tareas son actividades que preferentemente deben realizarse en el tiempo de la sesión-clase. Las actividades de los proyectos, columna vertebral de los mismos, son tareas, y las tareas son actividades.
¿Conviene hacer las tareas en la clase de Español?
En la asignatura de Español, las tareas consisten en  productos parciales del lenguaje que los alumnos producen como consecuencia de actividades propias de todo proyecto didáctico. Por lo tanto,  es importante revisar tareas  para valorar  los avances que logran los alumnos en sus proyectos didácticos, pero la revisión no tiene que estar centralizada en el maestro.
Al instruir que se hagan tareas  y revisarlas, buscamos  ante todo mejorar el proceso de lo que está siendo objeto de evaluación. En tanto que las tareas de Español consisten en versiones preliminares de un producto final de lenguaje, no podemos esperar que estén “bien hechas”, sin errores. Se trata entonces de detectar los tipos de errores más relevantes, para enmendarlos a lo largo del proceso. Evaluar el proceso permite hacer modificaciones a tiempo en lugar de esperar hasta el final del proyecto cuando ya es poco lo que se puede corregir.
En nuestros libros de texto, incluimos  la Sección "Producto parcial" y "Producto final" ( empleando como icono un semáforo en rojo) con preguntas específicas sobre el cumplimiento adecuado de las tareas consistentes en los productos mencionados.
Mediante escalas estimativas, listas de cotejo o rúbricas, los propios alumnos  pueden aplicar la   autoevaluación  y  la coevaluación dentro del aula, en el tiempo de la jornada de la clase. (La autoevaluación se produce cuando el propio alumno evalúa su trabajo. La coevaluación consta de una evaluación en conjunto: tú me evalúas, yo te evalúo)
El mayor desafío de todo maestro es lograr la motivación y participación activa del grupo de alumnos. Una buena manera de resolver el desafío es fomentando el trabajo colaborativo, en el cual todos los miembros del proyecto participan y se ayudan para la realización de los productos parciales y finales de lenguaje. La auto y coevaluación son buenas estrategias cuando de revisar tareas se trata, además, porque representan un ahorro considerable del tiempo de la sesión-clase.
Un voto de confianza a los alumnos:  la autoevaluación y la coevaluación.
Que el alumno haga sus tareas de forma autónoma es, fundamentalmente, reconocerlo como persona inteligente, independiente, capaz y responsable. Que lo haga en equipo, lo enriquece aún más. Que se autoevalúe  y, en reunión de equipo, coevalúe sus tareas, representa un avance notable.

Para leer completa la información, haz clic en:

http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/24/no-olviden-la-tarea/





martes, 17 de septiembre de 2013

Se buscan Academias para fortalecer los Consejos Técnicos Escolares


El maestro Humberto Cueva nos presenta un interesante tema: "Se buscan Academias para fortalecer los Consejos Técnicos Escolares".


Haz clic en:


http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/17/se-buscan-academias-para-fortalecer-a-los-consejos-tecnicos-escolares/

Espantos de agosto. Cuento de Gabriel García Márquez


Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes.

 "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

La mujer que llegaba a las seis. Gabriel García Márquez




GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
La mujer que llegaba a las seis
(1950)

         La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.
         Acababan de dar las seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
         —Hola reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
         Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.
         —¿Qué quieres hoy? —dijo.
         —Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.
         Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.
         —No me había dado cuenta —dijo José.
         —Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
         El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.
         —Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
         —Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para pagarte.
         —No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
         La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
         —Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
         —Todavía no tengo plata —dijo la mujer.
         —Hace tres mesas que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.
         —Hoy es distinto —dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
         —Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
         —Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.
         Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.
         El hombre miró el reloj.
         —Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.
         —No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las seis.
         —Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.
         —Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.
         José se dirigió hacia donde ella estaba.
         Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
         —Sóplame aquí —dijo.
         La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
         —Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
         —Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
         —Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.
         —Ah; entonces ahora me explico —dijo José.
         —Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
         El hombre se encogió de hombros.
         —Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
         —Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo; ya tengo veinte minutos.”
         —Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
         Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
         —Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
         —¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.
         La mujer lo miró con frialdad.
         —¿Siii...? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
         —No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
         —No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.
         José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.
         —Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
         —No tengo hambre —dijo la mujer.
         Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
         —¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
         —Es verdad —dijo José, en seco sin mirarla.
         —¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.
         —¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.
         —Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
         —Ya lo había olvidado —dijo José.
         —Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.
         —Sí —dijo José.
         Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
         —¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
         Y sólo entonces José volvió a mirarla:
         —Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo.
         Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:
         —Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
         En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
         —Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!
         José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:
         —Esta tarde no entiendes nada, reina.
         Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:
         —La mala vida te está embruteciendo.
         Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.
         —Entonces, no estás celoso. En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.
         Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
         —¿Entonces? —dijo la mujer.
         —Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.
         —¿Qué? —dijo la mujer.
         —Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.
         —¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
         —Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fuera contigo.
         —Es lo mismo —dijo la mujer.
         La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
         —Todo eso es verdad —dijo José.
         —Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
         —Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
         La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
         —¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
         José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió defraudado.
         —Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada.
         Pero la mujer, ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo:
         —¿Es verdad que me quieres, Pepillo? José —dijo. El hombre no la miró.
         —¡José!
         —Vete a dormir —dijo José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
         —En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.
         —Entonces te has vuelto bruta —dijo José.
         —Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.
         El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
         —¡Acércate!
         El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
         —Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.
         —¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el cabello.
         —Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.
         —Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.
         La mujer lo soltó.
         —¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José.
         El hombre no respondió nada; sonrió.
         —Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?
         —Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
         —A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.
         José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.
         —Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —dijo.
         —No se saca nada con eso —dijo José.
         —Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
         José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
         —¿Por mí dirías una mentira, José? —dijo—. En serio.
         Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.
         —¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José.
         Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.
         —Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.
         La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
         —En nada —dijo—. Sólo estaba hablando por entretenerme.
         Luego volvió a mirarlo.
         —¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
         —Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.
         —No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
         —¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
         —Gracias, José —dijo la mujer—. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
         —Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José.
         Empezaba a parecer impaciente.
         —No enredo nada —dijo la mujer.
         Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
         —Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca.  Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
         —¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.
         —Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso es una porquería.
         José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:
         —Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
         —Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
         José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
         —¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
         —No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
         —¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se acuerda que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
         —Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
         Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
         —¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a...?
         —Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.
         —¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es dándole una cuchillada por debajo?
         —Esto es una barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.
         —Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
         —De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.
         La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
         —Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada.
         Lo agarró con fuerza por la manga.
         —Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
         —Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.
         —¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
         José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
         —¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.
         —Depende —dijo José.
         —¿Depende de qué? —dijo la mujer.
         —Depende de la mujer —dijo José.
         —Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
         —Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.
         Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
         —¡José!
         El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.
         —Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.
         —Si —dijo José—. Lo que no me has dicho es para donde.
         —Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
         José volvió a sonreír.
         —¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.
         —Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
         José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.
         —Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
         —Si vuelves por aquí debes traerme algo —dijo José.
         —Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo la mujer.
         José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
         —¿Qué? —dijo José, sin mirarla.
         —¿Verdad que a cualquiera que te pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para las seis? —dijo la mujer.
         —¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
         —Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.
         José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.
         —Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
         —Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.
         El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.
         —Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.
         —Gracias, Pepillo —dijo la mujer.
         Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.
         —Pepillo. Ah. ¿En qué piensas? —dijo la mujer.
         —Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.
         —Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás toda lo que te pidiera de despedida.
         José la miró desde la estufa.
         —¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
         —Sí —dijo la mujer.
         —¿Qué? —dijo José.
         —Quiero otro cuarto de hora.
         José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
         —En serio que no entiendo, reina —dijo.
         —No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.


sábado, 14 de septiembre de 2013

¿Qué impacto tiene el Consejo Técnico Escolar en la escuela?





¿Qué avances hemos tenido después de las reuniones realizadas del 12 al 16 de agosto?

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http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/14/que-impacto-tiene-el-consejo-tecnico-escolar-cte-en-la-escuela/

Coevaluación de comprensión lectora entre tres alumnos


Los alumnos pueden evaluarse ellos mismos. Al permitir que el  alumno participe en la evaluación  no disminuye en ningún sentido la importancia del trabajo docente ni su responsabilidad. Por el contrario, implica una transformación del rol del profesor, pues se convierte tanto en proveedor de información precisa y frecuente para el alumno, como en motivador, al reconocer lo que éste puede hacer y promover para la adopción de alternativas de acción.

Una manera de impulsar la evaluación para el aprendizaje es fortaleciendo estrategias como la autoevaluación y la coevaluación, que favorecen un mayor involucramiento de los alumnos en su proceso educativo y en el de sus compañeros, y a su vez, promueven una mayor autorregulación de su propio aprendizaje.

¿Quieres continuar leyendo este interesante tema? Haz clic en:
http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/13/coevaluacion-de-comprension-lectora-entre-tres-alumnos/

sábado, 7 de septiembre de 2013

Competencia lectora




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http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/06/competencia-lectora/

¿Cómo plantear preguntas en la clase?


Reproduzco este tema publicado por el Maestro Humberto Cueva en su Blog.  Espero les guste.

¿Cómo plantear preguntas en la clase ?

Vivir es preguntar. Vivir  es estar preguntando constantemente.
Para el investigador Gadamer*,  quien no se hace preguntas no es porque se haya vuelto tonto, sino porque cree que no necesita saber. Para poder preguntar hay que querer saber, y, por lo tanto, saber que no se sabe. Esto significa tener una postura humilde frente al saber. Esto es equivalente a la ignorancia docta de Sócrates, quien decía “Sólo sé que no sé nada”, cuando en realidad él era el sabio más grande de la antigua Grecia. En cambio, una persona que  cree que lo sabe todo, bloquea toda posibilidad de aprendizaje.
Seamos realistas: En la escuela, es común que algunos  alumnos   preguntan preferentemente para aclarar lo que dijo el maestro en el aula. ( -"Disculpe, maestro, puede repetir lo que dijo.") En sus preguntas no existe  la duda del que desea saber más, el deseo de investigar. Las preguntas suelen ser del nivel cotidiano, del tema que se trata en el instante de la clase... y nada más. De ahí que algunos alumnos, generalmente, casi nunca se formulen preguntas sobre la vida, la naturaleza, la sociedad, los problemas que estremecen al país. Esos  alumnos dan la impresión de que  vivieran desvinculados de este  país y de  este planeta.  
Los alumnos no preguntan y, como ahora está de moda culpar al maestro de todo, los alumnos no preguntas porque el estilo de enseñanza  lo bloquea. No faltan opiniones extremas. Algunos opinan  que los  maestros de secundaria nacimos en el siglo XX,  enseñamos con métodos del siglo XIX, ante  jóvenes del siglo XXI.
Lo que si es cierto, es que los  maestros debemos  re-aprender a plantear preguntas que provoquen la reflexión. Porque, la verdad, es que nos  gusta más exponer que preguntar. Nos formamos en una pedagogía de la respuesta, no en  una pedagogía de la pregunta, en la que los modelos de aprendizaje se apoyan en meros contenidos que deben ser transmitidos por el profesor. Pero el método de la mayéutica socrática como recurso pedagógico es la madre de todas las didácticas constructivistas. Los recursos que requerimos los maestros para desarrollar la pedagogía de la pregunta son más bien sencillos, sólo se requiere de una dosis de buena voluntad. 
“Una sola pregunta puede contener más pólvora que mil respuestas”. Dice el narrador Jostein Gaadner  en su novela “El mundo de Sofía”**.
Preguntar es un derecho que  merece todo ser humano, y del cual no podemos ni debemos renunciar. Enseñar a preguntar, por otra parte,  es una manera de enfrentar al mundo, aún cuando sólo se logre encontrar verdades relativas. Preguntar el qué, el por qué, el para qué, el cómo, trasciende toda forma de conocimiento.
Quizás una constante permanente que los maestros de Español nos debemos autoplantear ante cada clase es:
¿Qué están aprendiendo a hacer mis alumnos con el lenguaje  y qué reflexiones  construyen  al leer y escribir textos ?
* Gadamer, Hans-Georg. (1994). Verdad y método. Salamanca: Editorial Sígueme.
** Gaadner, Jostein. (1997). El mundo de Sofía. México: Editorial Siruela/Norma

¿Cómo mejorar la competencia lectora?


Si te interesa leer sobre este  tema, haz clic en:

http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/06/como-mejorar-la-competencia-lectora/

La enseñanza de la lectura en México: Reseña histórica


Comparto este interesante tema de la enseñanza de la lectura en México. Agradezco al Maestro Humberto Cueva nos comparta este artículo.

Si quieres leerlo, haz clic en:

http://humbertocueva.wordpress.com/2013/09/03/la-ensenanza-de-la-lectura-en-mexico-resena-historica/
 

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